¡Quince minutos, ni uno más!

¿Qué lugar para el inconsciente hoy?

 Jean-Marie Fossey

Ocurre a veces que no es la gravedad de un diagnóstico médico lo que desestabiliza a un sujeto, sino el enunciado, en apariencia neutro, banal o anodino, de un médico atrapado en el discurso científico.

Llamémosle L. Consulta a su médico; no es la primera vez. Cáncer, ya anunciado, ya dicho. Fue, de hecho, su médico de cabecera quien, hace ya tiempo, le comunicó sin rodeos el brutal diagnóstico. Desde entonces, la escena se repite: cada cita está cargada de angustia, cada palabra es escudriñada, cada silencio temido.

Hoy se trata de una glucemia un poco elevada. Y de pronto aparece una nueva receta. L. no responde, pero su mirada se inquieta, interroga. El médico, al percibir la perturbación y sin indagar más, concluye: “—Está usted angustiado, debería consultar a un psicólogo.”

Sorprendido, L. responde con calma: “—Ya lo hago. Estoy en análisis desde hace varios meses.”

El médico alza una ceja, molesto: “—¿Un psicoanálisis? Eso no está reconocido. Le voy a recetar EMDR, eso al menos sí funciona.”

Fin de la consulta. Tras quince minutos exactos, L. sale desorientado, dividido entre la ira y la incomprensión. Contará la escena a su analista.

 Esta escena, en su misma brevedad, dice mucho de nuestra época. Condensa una serie de mutaciones clínicas, sociales y discursivas. En ella se oye el auge de un discurso que, aunque pretenda el bien del sujeto, opera en realidad una forclusión de su palabra.

Este caso, lejos de ser anecdótico, es emblemático. Condensa un movimiento más amplio y profundamente estructurante de nuestras sociedades: el deslizamiento de una clínica basada en la escucha y la palabra hacia una lógica de gestión de los síntomas, dominada por un discurso científico hegemónico que, al descartar la división subjetiva, reduce al sujeto a una entidad biológica o conductual. En otras palabras, una forclusión del sujeto como tal.

Pero esta forclusión nunca es total. El inconsciente, incluso negado, insiste. Se dice de otro modo, se desplaza, se infiltra en los lapsus, en los fallos de los protocolos, en lo real que resiste.

Cuando la palabra se somete al saber del protocolo, a la tecnificación, a la reducción del síntoma a una base biológica, a lo medible, a la eficacia rápida, aplasta inevitablemente la palabra del sujeto. Ya no hay espacio para escuchar lo que se juega en el lenguaje, en el deseo, en la falta.

Reducir el síntoma a una causalidad biológica o conductual, en detrimento del sujeto y su historia, es suprimir la división subjetiva, lo que Freud llamó el Inconsciente, lo que Lacan situó en el campo del Otro, sustituyéndolo por un esquema pobre: estímulo respuesta tratamiento resultado. El ser humano se convierte entonces en objeto de conocimiento, y ya no en sujeto. Lacan lo había advertido: el auge de la ciencia moderna lleva como correlato un sujeto vaciado, excluido de su palabra. Por eso escribía ya en 1953: “Soy casi el único que enseña una doctrina que permitiría al menos conservar a todo el movimiento su arraigo en la gran tradición — aquella por la cual el hombre nunca podría reducirse a un objeto.”

Pero el inconsciente es un aliado de excepción, decía Gérard Pommier: esta forclusión nunca es total. El inconsciente insiste. Habla, incluso cuando se lo quiere silenciar. El inconsciente no desaparece. Se desplaza. Se anuda en otra parte, en los lapsus, en lo real que resiste a toda nominación. El inconsciente resiste a la velocidad, a la eficacia, a la norma.

 Cuando se afirma que el psicoanálisis “no está reconocido”, no es sólo una opinión científica: es negar la posibilidad misma de una palabra dirigida. Es reducir la experiencia singular a una norma. Es ignorar que el síntoma, para el sujeto, puede ser una respuesta —frecuentemente dolorosa— a lo que no puede decirse de otro modo.

El psicoanálisis es a veces acusado de ineficaz, no científico, anticuado. Pero quienes lo practican saben hasta qué punto puede, en la singularidad del encuentro, producir un viraje. Quienes comprometen su palabra allí descubren aquello que los constituye en lo más íntimo, más allá de las normas, más allá de los ajustes conductuales.

Este es sin duda el papel del psicoanalista: no curar, mucho menos adaptar, sino ofrecer un espacio donde la verdad pueda decirse, aunque sea a medias. Porque incluso si la ciencia quiere ignorar al inconsciente, él no nos ignora.

Frente al auge de un discurso tecnocrático que pretende gestionar el sufrimiento psíquico al precio de borrar al sujeto, el psicoanálisis propone otra apuesta: que la palabra aún tiene peso, que un síntoma puede señalar algo, que una transferencia puede abrir un camino. En suma, que el saber en juego en el inconsciente —ese saber que insiste, que retorna, que no se deja olvidar y que Lacan calificaba en 1974 como “fastidioso”— no debe ser evacuado, sino acogido: en su dimensión de horror a veces, de verdad con frecuencia, de libertad siempre.

El inconsciente no es una teoría superada ni un residuo del siglo XIX, sino una estructura del lenguaje, una hiancia en el decir. Y si bien nuestra época tiende a negarlo, reduciendo el sufrimiento psíquico a disfunciones neuronales, esa misma negación da testimonio de su vigencia.

El psicoanálisis no se opone a la ciencia. Comparte incluso algunas de sus exigencias: rigor, coherencia, transmisión. Pero rechaza el fantasma de una eficacia universal, inmediata, desubjetivante. Acoge lo que resiste, lo que escapa, lo que no se mide. No aporta pruebas ni consensos. No es una doctrina, mucho menos una ideología. Es una apuesta por la palabra, una acogida de la equivocidad, una manera de tomar en serio lo que se escapa. No pretende sustituir a la medicina, sino ocupar otra escena: aquella donde el saber inconsciente —siempre parcial, conflictivo, incontrolable— pueda decirse.

El psicoanálisis, en tanto experiencia del discurso, produce un desplazamiento en la relación del sujeto con su deseo. Efecto benéfico radical: allí donde el Otro dictaba la ley, el análisis permite al sujeto escuchar aquello que, en el significante, lo hace hablar y tropezar.

En un mundo saturado de discursos expertos, el psicoanálisis sostiene una posición crucial: la de la resistencia frente al discurso totalizante. No ignora los avances de la ciencia, pero denuncia sus derivas totalitarias. No se erige en alternativa terapéutica, sino en lugar de experiencia subjetiva. El neurobiólogo François Gonon, en una publicación reciente en la que denuncia las tendencias neoliberales e imperialistas del discurso de las neurociencias, recordaba lo que escribía el psiquiatra Edouard Zarifian, buen conocedor de la psiquiatría biológica: “La ciencia se detiene a las puertas de la intimidad.”

 Tantas tensiones que llaman, una vez más, a reavivar el debate. ¿Qué mejor, en estos tiempos convulsos, que un coloquio internacional, abierto y transdisciplinario, para interrogar los grandes desafíos actuales del psicoanálisis y esa peligrosa ilusión de poder pensar sin el inconsciente?

 Es en esta perspectiva que la Fondation Européenne pour la Psychanalyse propone un nuevo evento en París, los días 6, 7, 8 y 9 de noviembre de 2025, dedicado a una interrogación más actual que nunca: “¿Qué lugar para el inconsciente hoy? Desafíos e implicaciones clínicas”.

En el programa: conferencias, diálogos y confrontaciones de puntos de vista entre psicoanalistas, filósofos, neurobiólogos, artistas y pensadores de diversos horizontes, para entrecruzar las prácticas clínicas contemporáneas con los aportes teóricos más recientes.

Una invitación a pensar en común —psicoanalistas, filósofos, profesionales del cuidado, la educación, lo social y lo cultural— para hacer oír lo que el inconsciente aún tiene que decir en un mundo que, demasiadas veces, querría hacerlo callar.

 En el marco de estas reflexiones, recordamos también las jornadas de estudio que se celebrarán los días 12 y 13 de septiembre en Mazara del Vallo, sobre “El deseo del analista. Fundamento ético y clínico del psicoanálisis”.

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