

EL INCONSCIENTE EN LA ERA DE LOS ALGORITMO
Jean-Marie Fossey – Jean-Jacques Tyszler
En el posfacio de su Autopresentación, Freud afirma que ya no cabe duda de que el psicoanálisis perdurará, habiendo demostrado su validez «tanto como rama del saber como terapia». Inevitablemente, al fundar el psicoanálisis a finales del siglo XIX, Sigmund Freud abrió una brecha decisiva.
Y sin embargo, un siglo más tarde, el contexto ha cambiado radicalmente. Nuevos significantes ocupan ahora el centro de la escena: eficacia, rendimiento, inmediatez, optimización. Lo íntimo —aquello que constituye el núcleo más singular del sujeto, la condición misma de nuestra humanidad— parece relegado a un segundo plano, como si ya no tuviera derecho a existir. Lo que antes contaba como verdad del sujeto —sus fallos, sus deseos, sus sueños, su historia— tiende a ser reemplazado por datos objetivados, convertidos en perfiles y comportamientos medibles.
El psicoanálisis ve declinar su aura, competido por las psicoterapias breves, las neurociencias y, sobre todo, las nuevas tecnologías. Las redes sociales, los motores de recomendación y los asistentes personalizados se arrogan hoy una función inédita: penetrar, transformar y pretender reparar el misterio de lo humano hasta en su intimidad.
La escucha es sustituida por la captación; pasamos de una relación abierta a la palabra del otro, respetuosa de su opacidad, a una lógica que se apropia de lo dicho o hecho para transformarlo en dato explotable. Donde el psicoanálisis otorgaba tiempo, escucha, compromiso, un espacio de retiro, las redes imponen la inmediatez, la visibilidad, la lógica algorítmica del like. Donde Freud buscaba hacer emerger una verdad singular, a menudo dolorosa, lo digital modeliza nuestros comportamientos para anticiparlos, orientarlos, modificarlos y, muy a menudo, explotarlos.
Esta mutación plantea una cuestión crucial: ¿qué ocurre con la palabra del sujeto en un mundo donde el algoritmo parece saberlo todo de nosotros, a veces mejor que nosotros mismos? Al estudiar nuestros gustos, gestos y preferencias, pretende detectar nuestros deseos. Pero se trata de un deseo modelizado, estandarizado, cuyo objetivo implícito es alimentar el valor estratégico de los datos para convertirnos en consumidores más predecibles.
«Data is the new oil», se repite. El psiquiatra Emmanuel Venet lo subraya en Retour chez les fous: ciertos centros llamados «expertos» multiplican los balances y evaluaciones, incluso cuando el diagnóstico ya está establecido. Al parecer, menos para curar que para alimentar bases de datos. «Estas bases de datos —escribe—, este “oro blanco” de lo digital, tienen por vocación alimentar los algoritmos de inteligencia artificial que mañana reemplazarán el razonamiento humano.»
Un sujeto, sin embargo, no se confunde con sus datos, ni su inconsciente con sus clics. El algoritmo puede predecir una compra, pero jamás un lapsus. Y cuando se improvisan terapias digitales, reflejan un sueño cada vez más contemporáneo: curarse sin pasar por el Otro. Recientemente se han visto sus efectos trágicos: dos adolescentes estadounidenses se suicidaron, alentados en su acto por un chatbot conversacional.
En una rueda de prensa celebrada en Roma en 1974, Lacan evocaba el miedo repentino de los científicos ante las bacterias que manipulaban: «Supongan que un día, después de haber hecho de ellas un instrumento sublime de destrucción, alguien las saque del laboratorio.» Hoy ya no es solo la biología la que preocupa, sino la inteligencia artificial, las biotecnologías y las redes sociales. Dispositivos concebidos en un marco restringido pero cuyos efectos masivos —desinformación, manipulación, recomposición del lazo social— escapan igualmente a sus inventores.
Porque en este mundo donde el algoritmo pretende saberlo todo de ti, conviene recordar, con Lacan, que lo real es aquello que no funciona, lo que escapa al programa. El mundo “funciona”, pero lo real, en cambio, hace agujero.
El algoritmo sabe contar. Sabe cuántas veces haces clic, cuánto desplazas, cuántos segundos te detienes ante una imagen. Pero eso no es saber, es cifra. Y la cifra siempre oculta un vacío. Porque el sujeto no es un dato: es esa brecha en el saber. El sueño, el lapsus, el acto fallido, el síntoma: tantos surgimientos en los que el sujeto se revela en la medida en que desbarata la lógica del cálculo.
Nos venden el deseo llave en mano: «¡Quieres hoy lo que quisiste ayer!» Pero eso no es deseo, no es más que demanda reciclada. El deseo verdadero, Lacan lo repitió cien veces: es el deseo del Otro. Y ese Otro, ningún algoritmo lo codifica. En cuanto a las redes sociales, se reducen a menudo a una fábrica de semblantes. Ese es el síntoma del malestar en la civilización digital.
Afortunadamente, aún quedan sujetos que vienen a decir su sufrimiento, su repetición, su fracaso.
Y ahí permanece el lugar del analista: comprometido, en el borde, sin predecir ni calcular, sino escuchando lo que no encaja. Inevitablemente, con lo real, habrá fallas, y por tanto materia para el análisis.
Sí, el psicoanálisis quizá ya no tenga el aura de antaño. Mejor así, dirán algunos: eso le impide convertirse en una religión más. El psicoanalista encuentra su lugar en el margen, en las zonas de sombra, allí donde la palabra tropieza. Y mientras haya ese tropiezo, habrá trabajo por hacer.
Una sociedad que confiara enteramente el cuidado psíquico a las máquinas soñaría con abolir la transferencia, borrar al sujeto dividido en favor de un individuo transparente y calculable. Pero sería una ilusión: lo real del inconsciente siempre regresaría, como síntoma de un mundo que se niega a escucharlo.
El coloquio de la F.E.P. de París, del 6 al 9 de noviembre, «¿El lugar del inconsciente hoy? Desafíos e implicaciones clínicas», se apoyará en estas cuestiones esenciales —y en muchas otras— para hacer de ellas materia de trabajo.