Editorial noviembre de 2024, por Laura Pigozzi

Anorexia sexual y anorexia social.
La pérdida imposible

 

La sexualidad tal como la conocíamos en el siglo pasado ya no es el eje central de una relación amorosa: las parejas “blancas” se multiplican, y no solo después del nacimiento del primer hijo. La maternidad —cada vez más tecnificada y desvinculada de las prácticas amorosas con la pareja— ha tomado, en las mujeres jóvenes, el lugar del sueño del matrimonio, debido también a una idealización exagerada del ser.

La desexualización de las nuevas generaciones tiene otro efecto desconcertante: contribuye a disminuir la inversión afectiva entre pares que, incluso bajo la forma sublimada de la amistad, se alimentaba de Eros.

Sería un error atribuir la astenia erótica de los jóvenes a variables históricas del momento, como la pandemia, que solo ha desvelado, al ponerlas de manifiesto, tendencias ya presentes en los adolescentes, como lo evidencia la figura del hikikomori. El hikikomori, en el fondo, es una especie de Bartleby de Melville, preferiría no hacerlo. La expresión no es incorrecta en inglés, pero Deleuze la define como a-gramatical —podríamos llamarla una abstención de regla—, una fórmula entre afirmación y negación, entre aceptación y rechazo, entre desafío memorable y autoaniquilación, lo que también representa una posición emblemática de la adolescencia.

Este “entre-dos”, que representa un lugar donde se manifiestan tensiones, donde el sujeto se encuentra atrapado entre dos estados o dimensiones, en un callejón sin salida que, sin embargo, es a menudo también un proceso de deseo, nos dice que el ser humano ya es fluido, y siempre lo ha sido. Para el saber psicoanalítico, la frontera entre hombre y mujer es porosa y móvil, y querer fijarla en una elección definitiva de género podría llevarnos a imaginar que existe un prototipo de hombre o mujer al que aspirar. Cuando abrazamos a alguien, no sabemos de entrada si, psíquicamente, se trata de un hombre o de una mujer. Las palabras “hombre” y “mujer” son “significantes que toman su función del lenguaje y no están ahí para responder de su biología. ¿De qué sexo puede ser un hombre o una mujer?”, escribe Lacan.

La asexualidad es un movimiento representado por la adición de la A inicial al acrónimo ya familiar LGBTQ, que ha pasado a ser LGBTQ&A. Sus militantes sostienen que la asexualidad es una forma de resistencia a la dictadura de la performance erótica. Las quejas de los activistas asexuales recuerdan, en ciertos aspectos, la protesta de los hikikomoris contra la performatividad escolar y social (aunque, por otro lado, pueden ser excelentes performers virtuales) y la de los anoréxicos contra la abundancia capitalista de comida. Sin embargo, sabemos que estas no siempre son banderas agitadas por el viento de un deseo vital, sino que pueden ser defensas que pasan por una mortificación y por la abstención frente a la vida: el retiro social, el retiro alimenticio y el retiro sexual son formas bajo las cuales la pulsión de muerte puede organizar los síntomas juveniles.

La asexualidad es una anorexia sexual en la que fracasa el paso de la infancia (sexualidad autoerótica o ausencia de sexualidad) a la adolescencia (sexualidad orientada hacia un par).

La pérdida imposible para quienes se retiran de la vida sexual, el duelo insuperable, es el de la infancia.

Estimaciones no oficiales indican que aproximadamente el 2% de la población mundial ha optado por identificarse como asexual. Desafortunadamente, los hechos clínicos dejan entrever tendencias muy extendidas entre los jóvenes.

Ellos reclaman una etiqueta que los reconozca como excluidos del mundo erótico, un mundo en el que, por el contrario, los jóvenes de antaño siempre habían soñado ingresar. Si el sexo es un componente imprescindible del encuentro amoroso, el rechazo a la sexualidad indica que, para estos jóvenes, las relaciones han perdido su atractivo, aunque es cierto que el encuentro sexual suele ser un tormento («no hay relación sexual» parece ser más cierto para los jóvenes).

La reivindicación asexual es un discurso, y el tema de la explotación del cuerpo ajeno no resulta extraño en una época en la que los padres, con sus pretensiones de proximidad hacia sus hijos y sus manos siempre dispuestas a acariciarlos, los mantienen, de hecho, apartados de la vida con sus pares. Muchos de ellos, en efecto, han sufrido una forma de explotación como cuidadores afectivos de sus padres, aunque esta no sea una posición consciente para ellos.

La asexualidad también está presente entre los jóvenes en transición, muchos de los cuales desean pertenecer a un género diferente o fluido, sin que esto implique necesariamente una sexualidad verdaderamente funcional. Lo que parece estar en juego en la transición no es la posibilidad legítima de tener una vida sexual, sino más bien cierta imagen de sí mismo. La sexualidad con el otro sería una forma de descubrir algo fundamental sobre uno mismo, pero parece que el sentimiento subjetivo se ha convertido ahora en una práctica de autoidentificación o self-id.

A veces, el cambio de género, al igual que la asexualidad, parece ser solo una manera de cerrarse al Otro, tal vez para restablecer su función y contornos.

¿Qué se puede leer en el tratamiento del cuerpo transgénero? ¿No sería acaso otro disfraz idealizado del viejo narcisismo, o bien una nueva demanda de una forma, de un nuevo límite, de un contenedor autodeterminado? ¿Sería el deseo, mal realizado, de una frontera que mantenga a raya la pulsión invasiva del Otro sin declararlo explícitamente, y, por lo tanto, sin hacer sufrir a nadie, excepto agrediéndose a sí mismo? ¿Manipular el cuerpo sería aquí una operación de disfrute de la frontera, trabajando sobre la imagen al suprimir protuberancias o al añadir otras nuevas, o bien estaría enviando otros mensajes? ¿Qué está en juego en la reconstrucción de su propio cuerpo? ¿Una apropiación de un yo explotado? ¿La asexualidad sería también una forma de recuperar una subjetividad expropiada?

A este respecto, avancemos una hipótesis: los niños de estas generaciones no siempre tienen un cuerpo propio. Los niños de hoy tienen cuerpos demasiado frecuentados por las manos de los adultos: padres y madres que aún acarician a sus hijos adolescentes, que los besan en la boca y adoptan otras actitudes que muestran poco respeto por sus cuerpos.

Podría pensarse que, con la llegada del ciclo menstrual y las primeras poluciones nocturnas, las manos de los adultos deberían retirarse de forma ordenada, junto con el deseo de que los niños sigan siendo niños.

La adolescencia es el momento en que el cuerpo se convierte en propiedad exclusiva del joven. Impedirlo podría provocar en ellos una rebelión bajo la forma de una autoagresión, que es una de las maneras más comunes de expresar el malestar familiar.

No resulta, entonces, inverosímil que una de las razones por las que se solicita un cambio de sexo sea un deseo inconsciente de reapropiación de sí mismo. Y quizá también una forma de oposición al, por así decir, “trabajo biológico” de los padres.

En una época en la que, como nunca antes, el deseo de los adultos planea de manera perentoria sobre la vida de sus hijos, ¿no podría esto desencadenar una respuesta igualmente absoluta? Una tentativa extrema de escapar de los adultos invasivos, de separarse del proyecto de los padres, de diferenciarse radicalmente de ellos, de apartarse, aunque torpemente, especialmente cuando una separación preparada y en los tiempos adecuados no ha tenido lugar. Un último recurso inconsciente para rediseñarse y redefinirse a sí mismo.

La figura del trans es la más emblemática de cómo el mundo moderno trata la frontera. Por un lado, la trasciende —característica ya contenida en su nombre— pero también, a pesar de su apariencia, la rigidiza. Para el trans, los dos sexos son concebidos como opuestos, anulando de hecho la categoría conceptual de «gender fluid» a la que, sin embargo, este movimiento parece referirse.

Las tentativas de reasignación de género o los cambios corporales pueden, paradójicamente, congelar una frontera que debería mantenerse flexible.

Masculino y femenino no parecen ser vistos como un continuum, sino como entidades antitéticas, lo que revela una acentuación del lado biológico bruto: el aspecto real, hormonal, genital.

Encomendado al bisturí, el cuerpo no es tratado como un imposible, como un objeto a, sino como cualquier objeto tecnocrático-biológico, un objeto sobre el cual cualquier operación resulta posible (y plausible).

Como escribe Lacan, los hombres pueden sentirse cómodos «también del lado del no-todo […] vislumbran, perciben la idea de que debe haber un goce que está más allá». Por tanto, el psicoanálisis es, ya de por sí, no binario. La banda de Moebius señala el continuum que existe entre los dos géneros.

Decirse hombre, mujer, neutro o asexual no nos librará del peso de la sexualidad ni nos liberará de las aporías del no-relación sexual.

error: Contenu protégé